Veinte años después, todos quieren ser como Netflix

Veinte años después, todos quieren ser como Netflix

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By Enrique Dans

Las cadenas de televisión de toda Europa intentan alianzas múltiples que combinan todo lo combinable, incluso rivales de toda la vida, con el fin de intentar enfrentarse mediante plataformas online a servicios como Netflix o AmazonPrime. En Francia se llama Salto, en UK es Freeview, en España es LOVEStv, en Alemania aún no tiene ni nombre. En los Estados Unidos, AT&T, la nueva propietaria de HBO tras la adquisición de Time Warner, está intentando desesperadamente hacerla crecer e introducir cambios en el servicio para convertirla en algo más parecido a Netflix, un movimiento muy interesante cuando hace unos seis años, antes de que Netflix comenzase su estrategia de creación de contenido original, Netflix afirmaba que su estrategia era “convertirse en HBO más rápido que HBO pueda convertirse en nosotros“.

Todos esos intentos están destinados al fracaso. Lo dije ya en una frase hace algunos años a cuenta de otro tema, pero que resulta perfectamente aplicable a este: el valor de la innovación no está en evitar que te copien, sino en conseguir que todos te quieran copiar. Y Netflix, sin duda, lo ha conseguido. Todos la quieren copiar, pero copiarla únicamente está al alcance de compañías muy especiales, completamente obsesionadas con la tecnología y el análisis de datos, no de cualquiera, por muchos contenidos o capacidad para producirlos que pueda tener.

Para entender Netflix, me ha parecido fantástico este análisis largo del ex-director de estrategia de Amazon Studios, Matthew Ball, publicado en tres capítulos en los que explica, primero, que la compañía en realidad invierte mucho más en desarrollo de contenidos de lo que muchos creen; segundo, que Netflix es por encima de todo una compañía tecnológica; y tercero, que con sus multimillonarios acuerdos de contenidos, Netflix no está haciendo nada alocado ni rompiendo el techo del mercado, sino jugando a un juego al que nadie más se atreve a jugar. Estos tres artículos largos deberían convertirse en lectura obligada para todo directivo de empresas audiovisuales que aspire a seguir siéndolo dentro de pocos años, aunque lo más posible es que pueda hacer poco más que frustrarse y pensar lo que le gustaría que su compañía fuese y no es – o si tiene las habilidades oportunas, pensar en salir corriendo para intentar ser fichado por Netflix o Amazon.

En efecto, entender Netflix implica entender lo que puedes hacer con una plataforma de alcance tan ilimitado como millones de suscriptores consiga tener en todo el mundo, y sobre todo, con una capacidad analítica que le permite apostar lo justo, arriesgando únicamente lo que los números le dicen que puede arriesgar, y dejando muy poco a la intuición de sus directivos. Cuando Netflix ofrece un acuerdo multimillonario a Shonda Rhimes, Ryan Murphy o a Barack y Michelle Obama, no lo hace porque a algún directivo se le ha ocurrido esa posibilidad y arriesga a que será capaz de producir un contenido multimillonario que compense los costes de producción, sino porque los datos le dicen que un contenido de unas características determinadas va a resultar irresistible para un número determinado de suscriptores. Suscriptores con nombre y apellidos, con dispositivos múltiples con los que acceder a sus contenidos, con hábitos y gustos que la compañía conoce perfectamente y es capaz de anticipar. Netflix no solo sabe cuáles de sus series vas a ver, sino que es incluso capaz de anticipar con qué cadencia vas a verlas, si esperarás semana a semana por cada nuevo episodio o si te pegarás un atracón de binge-watching en un fin de semana sin levantarte del sofá. Es la culminación de la supremacía de un modelo analítico sobre uno tradicional: para saber lo que quieren sus clientes y cuánto están dispuestos a pagar por ello, Netflix no necesita hacerles encuestas, consultar servicios de control de audiencias o ver los comentarios que dejan en Twitter o en su página web – comentarios que, de hecho, está eliminando por considerarlos inútiles: le basta con analizar los datos que ya tiene en su propia casa.

A lo largo de los últimos cinco años, la base de suscriptores de Netflix ha crecido a un ritmo medio del 29%, sus ingresos se han incrementado a una media del 35%, y sus gastos en creación de contenidos se han elevado más aún, con una media del 39%. La compañía pierde más dinero cada año que pasa, y su fundador, Reed Hastings, ha prometido que esas pérdidas se mantendrán durante muchos años. Y sin embargo, la capitalización de la compañía excede los 176,000 millones de dólares y mantiene una marcha impresionantemente ascendente. Si vemos las cuentas de la gran mayoría de las cadenas clásicas de televisión, mucho me temo que responden a esquemas muy diferentes.

Netflix lleva veinte años haciendo lo que hace: antes de la popularización de internet, lo hacía enviando DVDs por correo postal. Después, fue eliminando ese servicio e invirtió en un medio que le permitía acercarse tanto al usuario, que podía prácticamente estar a su lado, viendo todo lo que hacía, en tiempo real: sus gustos, sus hábitos, sus intereses… para ahora, ser capaz de ofrecer a cualquier creador de contenidos la posibilidad de poner esos contenidos directamente ante los ojos de millones de usuarios en todo el mundo, sin intermediarios, sin pasar por una cadena de valor anticuada y unos esquemas geográficos que, en plena era digital, no hacían más que destruir cantidades ingentes de valor. La carrera para convertirse en Netflix no implica alianzas entre rivales históricos, creación de servicios en la web o acuerdos para la producción de contenidos: implica una nueva mentalidad, una fortísima transformación digital y un cambio en la forma de entender el negocio que está completamente fuera del alcance de la gran mayoría de las compañías tradicionales de televisión. Como bien dice Ball, la compañía no quiere ser ni “un líder en vídeo”, ni “el líder en vídeo”: quiere convertirse en la televisión. Entender lo que hace Netflix y, sobre todo, cómo lo hace implicaría un cambio tan grande para los directivos de las televisiones del siglo pasado, para esos que aún creen que el negocio consiste en martirizar a sus usuarios con cuantos más anuncios sea posible antes de que pierdan la paciencia y se vayan a otro sitio, que tendrían que pasar por un trasplante de cerebro para conseguirlo.

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