Las redes sociales y el fin de una era

Las redes sociales y el fin de una era

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By Enrique Dans

Decididamente, las redes sociales no parecen estar pasando por su mejor momento. Tras el ascenso al Olimpo de Facebook, única red que consiguió trascender el concepto de «novedad» y establecerse durante algún tiempo como la red prácticamente ubicua en casi todo el mundo, la fatiga llegó, en parte debido a factores generacionales – ningún joven quiere relacionarse en los mismos lugares, físicos o virtuales, que sus padres – y a muchos, muchísimos errores de gestión, y nos encontramos con un panorama como mínimo curioso: la funcionalidad de las redes sociales, originalmente pensadas para saber qué hacían nuestros amigos y conocidos, había prácticamente desaparecido.

¿Dónde se perdió esa funcionalidad? Básicamente, cuando las redes sociales pasaron de ser eso, el sitio al que ibas para saber qué habían hecho tus amigos y conocidos, a convertirse en una supuesta plataforma para una especie de «salto a la fama», para tratar de convertirse en «influencer», una carrera sin sentido en la que, por supuesto, muchos fueron los llamados, pero pocos los elegidos. En muy poco tiempo, y alentados por las propias redes sociales, las personas dejaron de compartir su vida, su actividad o los contenidos que creaban, y pasaron a compartir otras cosas: memes copiados de cualquier sitio, noticias, comentarios con aspiraciones virales, zascas, GIFs animados o cosas similares. De compartir nuestro día a día, a convertirse en un absurdo y constante concurso de popularidad.

La conjunción fue, probablemente, múltiple. Por un lado, el ascenso de una Instagram en la que la imagen – o posteriormente el vídeo – tenían el protagonismo, con una transición, además, cada vez más marcada a lo efímero. Por otro, una Twitter que nunca fue ni quiso ser una red social, sino otra cosa diferente, una simple plataforma de publicación sencilla con funciones sociales, en la práctica, limitadísimas. Y por otro, el crecimiento de la mensajería instantánea, con una WhatsApp espantosamente mala y limitada que empezó como competencia al SMS, pero que consiguió convertirse – para desgracia de todos – en ubicua.

El resultado de toda esa co-evolución es cada vez más claro: cada vez compartimos menos nuestra actividad, y nos dedicamos a otras cosas. La llegada de TikTok, pensada como plataforma de producción de vídeos aspirantes a virales en la que lo único que importa es eso, la viralidad por encima de la realidad, es el epítome de esa evolución: dedica un rato a crear una estupidez, y pásate todo el día mirando otras estupideces (oh, no, perdón, qué barbaridades digo… ¡que se puede usar para otras cosas, algunas muy sesudas!… ya, en un 0.05% de los casos)

El éxito de TikTok fue tal, que un Mark Zuckerberg obsesionado con la fugacidad de las redes sociales y con la necesidad de seguir toda tendencia que se manifestase en ellas decidió imitarla hasta la extenuación. Hasta tal punto lo ha intentado, que sus principales usuarias, que no son otras que Kim Kardashian y Kylie Jenner se hartaron de los cambios en su amada Instagram y comenzaron una campaña para pedir a la compañía que dejase de intentar ser como TikTok y recuperase su esencia. El alboroto fue tal, que el responsable de Instagram compareció públicamente el mismo día y la compañía comenzó a deshacer algunos de los cambios que había llevado a cabo recientemente.

El problema, claro, es que ya no hay un lugar al que volver. Como compañía, Facebook – perdón, Meta – ya no quiere siquiera ser sinónimo de redes sociales, sino de lo que cree que puede ser «la siguiente ola a la que subirse», el metaverso. Su gestión irresponsable y sus irresponsabilidades continúan, pero además, su crecimiento se ha detenido y su facturación cae. El «efecto TikTok», en forma de «cualquiera puede grabar una basura de vídeo musical y hacerse famoso», ha acabado con la funcionalidad que le quedaba a unas redes sociales que cada vez se dedicaban más a la viralidad y menos a las relaciones, cada vez más a torturar algoritmos para que te quedases un rato más viendo la última estupidez y menos a saber qué hacían aquellos que se suponía que te importaban.

Estamos, aunque parezca imposible, ante el fin de las redes sociales. En un mundo cada vez más algorítmico, lo que gana es el contenido que todo el mundo quiere ver, no lo que ha hecho tu amigo o conocido. El algoritmo mató a la red social, y su sucesor es otra cosa diferente, una plataforma china para hacer el payaso y convertir, a modo de «arma secreta», a toda una generación y a una sociedad en caricaturas de sí mismas. El gobierno chino limita a 45 minutos el uso de TikTok en los jóvenes, pero en el mundo occidental, un joven puede pasarse el día como un zombie viendo una chorrada detrás de otra al ritmo de musiquillas pegadizas y desinformación rampante.

Esto ya no es un problema de Facebook, que también: mientras no llegue alguien y las intente reinventar, el diagnóstico parece claro: las redes sociales han muerto.

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