El dilema de Periscope
By Enrique Dans
El combate de boxeo celebrado la velada del pasado sábado no era para mí importante por el combate en sí – no soy aficionado al boxeo – o por su resultado, pero sí tenía una dimensión claramente impresionante como evento. Y decididamente, lo que sí ha puesto claramente de manifiesto es la importancia de la tecnología en el mundo en que vivimos.
Un acontecimiento planteado a escala mundial, gracias fundamentalmente al modelo de negocio que supone cobrar elevadas cantidades a quienes desean participar del mismo viéndolo en directo. Con un esquema de precios basado en cuestiones físicas como espacio y tiempo: ver el combate estando físicamente presente en el estadio puede oscilar entre los $3.000 y los $17.000, y su demanda fue tal que se agotaron en sesenta segundos. Verlo en directo en televisión de pago suponía en los Estados Unidos un precio entre los $89 en calidad estándar y los $99 en alta definición, el precio más alto jamás planteado por un evento en pay-per-view, y la demanda fue tan apabullante que provocó un escándalo e incluso un retraso de 45 minutos en el comienzo del combate cuando miles de usuarios que habían pagado por el espectáculo se encontraron con que no podían verlo por una mala previsión del organizador. La dimensión de lo que eso supone en términos de devoluciones de dinero y de daño a la marca no debe ser en absoluto subestimado.
Pero la tecnología siempre da sorpresas: y es que semejante despliegue ha coincidido en el tiempo con el momento álgido del llamado livestreaming, un fenómeno que técnicamente existe desde hace cierto tiempo, pero que ha saltado la barrera de la adopción masiva con la llegada de dos aplicaciones, Meerkat y Periscope. Ambas utilizan Twitter como canal de distribución, pero mientras la primera experimentó un fuerte ascenso, llevó a cabo una ambiciosa ronda de inversión de doce millones de dólares sobre una valoración de la compañía de cincuenta y dos, pero ahora parece languidecer a la espera de algún posible comprador que quiera apostar por el desarrollo del fenómeno, la segunda fue adquirida por la propia Twitter y ha logrado incorporar más de un millón de usuarios en sus primeros diez días de funcionamiento, convirtiéndose así en uno de los productos más prometedores de la compañía. Una compañía que, conviene recordarlo, tiene como misión “dar a todas las personas el poder de crear y compartir ideas e información al instante, sin barreras”.
Levantar el smartphone, hacer clic en la aplicación, y empezar a retransmitir en vivo lo que sea que esté sucediendo delante de ti. Lo que sea… así esté teniendo lugar en un ring de boxeo o en la pantalla de tu televisor. Estaba claro que el pay-per-view y el livestreaming estaban en perfecto rumbo de colisión, y que la escenificación de esa colisión iba a ser la noche del pasado sábado. Muchos lo predijeron, otros incluso lo trataron de evitar, pero fue inútil: mientras miles de usuarios maldecían a su compañía de cable por ser incapaz de hacer los números bien para plantear un dimensionamiento adecuado de sus sistemas, otros miles se dedicaron a ver la pelea completamente gratis a través de una aplicación de livestreaming, sintiendo la curiosa sensación de estar en el salón de otra persona o incluso pegados al ring. En cualquier momento durante la pelea, varias docenas de puntos aparecían en el mapa de la aplicación retransmitiendo el evento en vivo, en una calidad razonable aunque obviamente no comparable con la de la televisión, y bien en el formato vertical característico o en apaisado para capturar mejor el tamaño de la pantalla. A medida que alguna de esas retransmisiones iba adquiriendo tracción y se popularizaba (algunas llegaron a tener más de diez mil espectadores concurrentes), los corazones empezaban a llegar como habitualmente ocurre (los corazones son la manera en la que los espectadores agradecen su trabajo al autor de la retransmisión), y se convertían en alerta para Twitter, que cerraba esa retransmisión. Eso hizo que, al cabo de pocos minutos, los autores de cada retransmisión se afanasen en pedir a sus espectadores que bajo ningún concepto enviasen corazones, si no querían ver la retransmisión cancelada.
Para los usuarios, una curiosa experiencia que convierte el espectáculo en algo más social, en un intercambio constante de comentarios, de celebraciones o de protestas. Para Twitter, un momento perfecto de popularización de su app, que su CEO, Dick Costolo, celebró al final del combate con este tweet:
Un enorme porcentaje de la actividad de Periscope durante esa noche se dedicó a ofrecer retransmisiones del evento y a comentarlo hasta la saciedad, y sin duda supuso un fuerte impulso tanto para el número de usuarios como para el interés de los que pudieron ver la clara propuesta de valor de su uso en un momento como ese. Para las empresas de contenidos, sin embargo, el momento no fue tan simpático: el verdadero combate, ahora, está una vez más entre la industria tecnológica y una industria de los contenidos que ya empieza a hablar de la “Periscope piracy”. Y este primer asalto lo ha ganado la primera por KO.
¿Cómo debería reaccionar la industria de los contenidos ante la supuesta amenaza que representa el livestreaming? ¿Realmente alguien piensa que alguno de los que decidieron seguir el combate a través de la retransmisión de un usuario a través de Periscope era alguien dispuesto a pagar el precio del pay-per-view? ¿Va a venir ahora la industria a marearnos con absurdas cifras de supuestas ventas perdidas, o a perseguir a Twitter para que entregue los datos de los que emitieron fragmentos del combate a través de la aplicación? Técnicamente, prevenir la retransmisión de eventos en vivo que supongan una violación de sus derechos es sumamente complejo, y va a requerir el uso de tecnologías de tipo ContentID similares a las que emplea YouTube, con la complejidad añadida de gestionarlo en tiempo real. No hacer nada, por otro lado, podría ser una opción razonable, si no fuese porque eso llevaría a una popularización progresiva del fenómeno y a la posible entrada de empresas dispuestas a vincular retransmisiones de calidad hechas a través de este canal con modelos económicos competitivos y obviamente ilegales.
La respuesta, aparentemente, estará en no hacer demasiado ruido con el tema, en evitar plantear la batalla directa con los usuarios, y en solicitar a Twitter que establezca un cierto control discreto sobre esas retransmisiones en momentos puntuales, cerrando aquellas que alcancen un mínimo de popularidad. ¿Periscope piracy? No me hagas reír. Lo que hay que asumir es que que parar completamente este uso de Periscope es imposible y que, en realidad, el daño producido a las cuentas de resultados es meramente testimonial.
Y fundamentalmente, algo más: pensar en la raíz de la propuesta de valor que lleva a algunos usuarios a plantearse ver el evento a través de esa aplicación, que no es por evitar pagar el precio del pay-per-view (algo que seguramente no iban a hacer en ningún caso) sino cuestiones tales como la novedad o el intercambio social asociado con el desarrollo del contenido. Si la industria de los contenidos es capaz de plantearse aprender de lo interesante y novedoso que como tendencia pueda representar el fenómeno Periscope, demostrará que los años pasados y los miles de millones de dólares gastados en batallas inútiles y absurdas le sirvieron de algo.
Pero no sé por qué, tiendo a dudar seriamente que sea así…
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