Meta, las multas europeas y la importancia del liderazgo regulatorio
By Enrique Dans
La histórica multa de 1,200 millones de euros de la Unión Europea a Meta por incumplir la legislación de privacidad del continente al proseguir con sus exportaciones de datos de ciudadanos europeos a los Estados Unidos tras la anulación de los acuerdos internacionales Safe Harbor en 2015 marca la posibilidad de empezar a ver el fin del denominado surveillance capitalism, y sobre todo, de afianzar el importantísimo papel de liderazgo de la Unión Europea en el mundo en términos de regulación.
Los acuerdos de Safe Harbor firmados entre la Unión Europea y los Estados Unidos en 2000 afirmaban que ambos territorios estaban sujetos a prácticas de protección de la privacidad similares, y que por tanto, podían llevarse a cabo transferencias de datos de ciudadanos entre ambos por disfrutar de protecciones similares. Cuando el abogado y activista austríaco Max Schrems discutió estos principios en 2011 y llevó a los tribunales el acuerdo, argumentando que Facebook no cumplía con esas protecciones supuestamente establecidas sino que, básicamente, las ignoraba completamente, se encontró con la evidencia absoluta en forma de las revelaciones de Edward Snowden en 2013 y años posteriores, lo que dio alas a su demanda y terminó con la anulación de estos acuerdos en el año 2015. En efecto, el caso denunciado por Schrems era obviamente cierto: los Estados Unidos, y Facebook en particular, no respetaban en absoluto los derechos de privacidad de los ciudadanos europeos.
Ese caso termina con la decisión de esta semana: que al transferir datos de ciudadanos europeos a sus servidores en los Estados Unidos, Facebook los expuso a una serie de riesgos inaceptables e infringió sus derechos y sus libertados fundamentales, y de ahí la histórica multa.
Hoy nos puede parecer incluso normal que todos los datos de un ciudadano sean recolectados por una compañía y utilizados para segmentar la publicidad que recibe, pero el concepto, como tal, es una aberración. Durante décadas, todo lo que las compañías podían manejar sobre nosotros eran hipótesis aventuradas: si ve este programa, debe tener estos intereses, estos datos sociodemográficos, etc. Si pasa por esa calle en la que hay una valla publicitaria, seguramente viva aquí y podemos especular sobre su nivel de renta. Si compra este periódico, podemos intuir que tiene estas afinidades políticas. Eso era todo. Con Facebook, se oficializó un modelo: que una compañía podía introducir en sus criterios de segmentación todo lo que un usuario revelaba de sí mismo de manera explícita o implícita, fuesen sus datos personales, sus intereses, su género, sus preferencias políticas, sexuales o religiosas, o incluso sus condiciones de salud. Todo valía. Si el usuario lo había revelado, era automáticamente utilizable, aunque revelase cosas que el usuario ni siquiera sabía de sí mismo.
Eso, en realidad, no se correspondía con ningún consenso social: simplemente Facebook había decidido que podía hacerlo. En realidad, estaba infringiendo unas normas que habían permanecido así durante décadas, tan solo en virtud de que la tecnología le permitía hacerlo, sin más. Algo que hemos lamentado profundamente después, que ha provocado situaciones que van desde la manipulación electoral hasta el genocidio, y con lo que es fundamental terminar, por mucho que ello pueda suponer el fin del modelo que aún mantiene la facturación de Meta: simplemente, no es un modelo válido ni que nadie nos pueda obligar a aceptar en función de un acuerdo de servicios que debe ser considerado no válido.
EL liderazgo de la Unión Europea en este sentido es fundamental: lejos de verlo como una ruptura de la universalidad de la red, tenemos que entenderlo como algo que genera una reflexión, que posteriormente ha sido seguida por los propios Estados Unidos y hasta por China (con la salvedad evidente de que allí el gobierno mantiene una carta blanca total para ver lo que quiera), y que se debe aplicar en el futuro como un marco legal que sí proviene de una reflexión social. Una reflexión de una sociedad que no quiere ser espiada sistemáticamente, y que no soporta que los anuncios se refieran a cualquiera de sus datos o preferencias personales.
Ese liderazgo regulatorio mejora el mundo tal y como lo conocemos, evita la arbitrariedad y la glorificación de principios como el «muévete rápido y rompe cosas» que parecían consagrados en el modelo de liderazgo norteamericano, y tiende, como mínimo, a unos principios de innovación más humanistas y más racionales. Y sobre todo, dejan meridianamente claro cuáles son los intereses de los ciudadanos, y quiénes son los malos aquí. Posiblemente, la compañía más irresponsable de la historia de la tecnología, la que evidencia que todas aquellas líneas rojas que nunca debieron cruzarse fueron cruzadas y pisoteadas con absoluta impunidad durante años. No, no tenemos que regular con más cuidado el desarrollo de la tecnología o la innovación: tenemos que regular, y con penas mucho más elevadas, lo que algunos irresponsables carentes de estándares morales hacen con ella.
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